Al corriente: octubre 19, 2015
Cómo ser independientes estando juntos
En el principio, el varón estaba solo. Aunque Dios creó todos los animales y se los trajo al varón para que les pusiera nombre, el varón estaba solo; aun así no se quedó nada conforme. Dios lo advirtió. Sopló suavemente en él un sueño muy, muy profundo, y mientras dormía, tomó una de sus costillas y creó la otra parte del varón: la mujer.
Desde ese primer día en adelante, la humanidad fue comunidad.
Desde el día en que nacemos, formamos parte de una comunidad. Ya sea una familia, tribu, orfanato o escuela, nunca estamos solos. La comunidad nos alimenta, nos asea, nos enseña a distinguir el bien del mal, nos cría.
Nos hace más fuertes de lo que somos, porque allí somos más que una sola persona. Somos muchos. Nos hace más débiles de lo que somos, porque tenemos que someter nuestra voluntad a las reglas de la comunidad, renunciar a nuestra autonomía.
En comunidad, no podemos permanecer solos. El interés del grupo colisionará con el del individuo, causando fricción, dolor y frustración. Pero no tenemos otra alternativa. Ser humano es ser parte de una comunidad. No podemos sobrevivir solos.
Aun así, todos ansiamos tener autonomía. Al crecer, ponemos a prueba las reglas y límites de nuestras comunidades. Lo vemos en los niños pequeños, desafiando el “no” un poquito más para ver hasta dónde pueden llegar. Lo vemos en adultos jóvenes rebeldes que hacen su propio camino en la vida, y toman sus propias decisiones. Y sí, autonomía significa literalmente hacer reglas propias. Pero la interpretación moderna se inclina más a cómo uno va forjando su propio camino en la vida para ser independiente.
Quisiéramos desesperadamente opinar sobre todo lo que nos interesa, tomar nuestra propias decisiones, hacer y ser lo mejor posible. En estos tiempos modernos, nos enorgullece nuestra autonomía, poder arreglarnos solos, vivir según nuestras propias reglas y defenderlas.
Luchar contra la comunidad
Pero la autonomía no es ninguna diversión. De hecho, es una lucha constante. Y siempre lo ha sido, tanto en la época del Antiguo Testamento, como en la tan conocida historia de Jacob, hijo de Isaac, hijo de Abraham.
Aun antes de que naciera, Jacob estaba en comunidad. Incluso como bebé no nacido, no le agradaba demasiado. Él y su hermano mellizo pelean terriblemente en el seno materno, tanto es así que su madre Rebeca se pregunta por qué seguirá viviendo. Cuando nace Jacob, todavía estaba agarrado del tobillo de su hermano mayor.
En el libro de Jacob, Jacob aparece primero. Siempre. No hay reglas que no sean las suyas. Y acomoda la comunidad a sus reglas.
Fácilmente, con sólo un plato de comida caliente, estafa a su hermano Esaú para quitarle su primogenitura. Luego, Jacob engaña a su padre. Isaac, ciego a causa de la vejez, pronto a morir, está a la espera de Esaú para darle su bendición. Entra Jacob, fingiendo ser su hermano mayor, y sin piedad le roba la bendición patriarcal.
Jacob ahora posee todo lo que le pertenecía legítimamente a Esaú. Lo ha conseguido todo y, a la vez, lo ha perdido todo. Ya no puede permanecer en la comunidad que tanto despreciaba. Debe huir para salvar su vida.
Vivir según las propias reglas y vivir en comunidad no concuerdan demasiado.
Tomar sus propias decisiones
Al huir de la escena del crimen, Jacob abandona todo. O eso cree. Pero antes de salir rumbo a lo desconocido, tiene un sueño. Dios promete acompañar a Jacob dondequiera que vaya. Dios lo protegerá, lo traerá de vuelta, Dios no lo abandonará hasta que Dios haya cumplido con su promesa.
Como siempre, Jacob no está seguro. Llama el lugar, la casa de Dios, pero de inmediato empieza a negociar. Si Dios de verdad me acompaña, si realmente me protege y provee, pues entonces, Dios sí será mi Dios.
Jacob no se rinde fácilmente. Si Dios quisiera acompañarlo, pues bien. Pero Jacob es el que decide. De eso se trata la autonomía, ¿verdad?
Y la historia continúa. Es conocido el amor de Jacob por su Raquel. Pero al intentar casarse con ella antes de que se casara Lea, su hermana mayor, una vez más Jacob procura que la comunidad se acomode a sus propias reglas. Curiosamente, no era rival para lo que tramaba Labán, y termina con cuatro mujeres.
Después de veinte años de duro trabajo, Dios le pide a Jacob que regrese a Canaán. Jacob toma a sus mujeres, sus once hijos y una hija, arrea los rebaños, y desaparece cuando Labán estaba ocupado esquilando las ovejas.
Nuevamente, Jacob decide sin tener en cuenta a los demás. Vive según sus propias reglas, temores y suposiciones. Al huir junto con sus esposas e hijos, ignoró el hecho de que también formaban parte de la vida de Labán: hijas, nietos, futuro.
Por supuesto que está en todo su derecho como persona autónoma. Vive según su propia ley. No hay consideración por ningún tipo de comunidad.
Entregarlo todo
Sorpresivamente, y a punto de llegar a casa, el leopardo cambia sus manchas. Jacob se da cuenta de que Esaú podría no estar muy feliz de darle la bienvenida, al recordar cómo Jacob lo había engañado. Jacob trata de asegurarse la paz, y envía a algunos mensajeros. Pero éstos regresan, avisando que Esaú venía en camino con unos cuatrocientos hombres. Jacob (impresionado, preocupado, asustado), confronta ahora las consecuencias de sus decisiones anteriores: ¿y si Esaú se quedara con todo, esposas, hijos, rebaños, riquezas? ¿Querría vengarse, tomar represalias?
¿Y si la comunidad sirviera de escarmiento a quien busca autonomía?
Entonces, Jacob toma una decisión audaz: por voluntad propia le entrega todo a Esaú. Al hacerlo, trata de reparar el daño hecho. Reconoce su error, y las consecuencias de sus decisiones en la vida de Esaú.
Al entregar todo lo que había logrado gracias a su autonomía, Jacob de hecho le entrega su propia autonomía a Esaú.
Y así, nos introducimos en esa escena épica, en la que Jacob lleva a sus esposas e hijos, todo lo que posee, al otro lado del río, y regresa. Ahora está total y verdaderamente solo. No le queda nada. Ni siquiera su autonomía.
Y entonces alguien llega y lucha con él. Toda la noche. Alguien. Sin nombre. Sin identificación, excepto la ominosa, ¿por qué me preguntas mi nombre? (32:29) ¿Será Dios mismo? ¿Uno de sus mensajeros? ¿O tendríamos que interpretarlo todo más metafóricamente? ¿Estará Jacob luchando consigo mismo?
Quizá. Después de todo, la vida de Jacob es una gran lucha con la gente de su entorno, sus reglas y expectativas, consigo mismo y sus propias decisiones, y cómo transita la vida. Quizá al final, lucha con Dios. O consigo mismo. U otra persona metafórica. No importa.
Lo que importa es que sale ganando. Con una nueva bendición. Con un nombre nuevo. Ya no Jacob: “el agarra-tobillo”, sino Israel: “el que lucha con Dios”.
Jacob ya no procura enriquecerse agarrando el tobillo de otros, provocando su caída y fracaso. En cambio, lucha el resto de su vida, cada nuevo día. Con la gente a su alrededor, con Dios, y más que nada… consigo mismo.
¿Y saben qué? La mayoría de las veces, sale ganando. Apenas rengueando, pero de todos modos, ganando. Y, al cruzar el río, amanece un nuevo día. Nace un patriarca.
¡Qué historia!
Una lección sobre las consecuencias
Pero lo realmente asombroso de la historia de Jacob es que no condena explícitamente a Jacob o sus acciones. En ningún momento de la historia, ni siquiera Dios mismo, desaprueba explícitamente lo que Jacob hace.
Uno puede sentir que no está todo bien ni hermoso, pero la historia en sí lo calla. Sólo muestra las consecuencias, los efectos de las acciones de Jacob: tiene que huir y abandonar todo. Vive siempre con miedo, de Esaú, de Labán, y nuevamente de Esaú. Tiene que volver a empezar una y otra vez.
La historia nos cuenta todo eso, pero nunca nos dice que Jacob obró mal.
Uno puede sentirlo. Uno puede leerlo entrelíneas, pero en realidad uno sólo se lo imagina. La historia nunca lo dice.
Por eso es una historia tan intrigante. Jacob no es ningún santo, ni bueno por naturaleza ni un ser humano maravillosamente piadoso. Constituye un buen ejemplo porque no es en absoluto ejemplar. Es igual a cualquiera de nosotros. Y así, en nuestras mentes y corazones, fácilmente completamos lo que falta. Sentimos cuán equivocadas son algunas de sus decisiones como si fueran nuestras. Temblamos, pensando en las consecuencias. Esperamos, ansiosamente, que todo termine mal en la historia.
Y nunca ocurre. Pese a que vive según sus propias reglas y casi nunca reconoce los derechos de los demás, no se juzga a Jacob, excepto cuando Jacob se juzga a sí mismo. Fundamentalmente, de esto se trata la historia. Autonomía. Vivir según reglas propias. Crear tu propia ley.
Porque autonomía no sólo significa tomar tus propias decisiones y vivir según reglas propias. Significa que uno tiene que juzgarse también a sí mismo. No hay nadie más. Ni siquiera Dios, según esta historia. Uno tiene que resolverlo solo. Dios sencillamente te acompaña, cualesquiera sean las consecuencias. Es Jacob quien exige e impone condiciones, no Dios.
Y esa es una lección del Antiguo Testamento para toda la gente moderna como nosotros, que tiene ansias de autonomía.
La autonomía conlleva el reconocimiento de que la gente de tu entorno (tu comunidad) limita la libertad de tomar tus propias decisiones y hacer tus propias reglas. Autonomía, en este sentido moderno, no tiene que ver con determinar tus propias reglas sin importarte nada, sino en comprender, aceptar y reconocer a las otras personas en tu vida. Se trata de respetarlas por voluntad propia porque juntos conforman una comunidad.
Entonces, la pregunta es: ¿seremos capaces, seré capaz de forjar mi propia vida dentro de estos límites? ¿Podré vivir mi vida libre e independientemente (autónomamente) en comunidad?
¿Seré lo suficientemente maduro para reconocer el hecho de que no estoy totalmente a cargo de mi propia vida? ¿Podré aceptar que estoy estrechamente vinculado a la gente que amo, a la comunidad que me rodea y a Dios que me acompaña a dondequiera que vaya?
O, en un sentido más amplio, ¿será posible que iglesias diversas mantengan su autonomía en la comunidad anabautista en general? ¿Estamos preparados para luchar?
La historia de Jacob nos enseña que no está mal seguir nuestro propio camino en la vida. No está mal probar nuestra fortaleza y esforzarnos por lograr autonomía. No se trata de tener razón o no. Se trata de tomar tus propias decisiones, y a la vez, reconocer las decisiones de la comunidad que nos rodea. Se trata de reconocer el daño, el dolor y la frustración de ambas partes. Se trata de asumir responsabilidad. Por nuestras acciones y por las acciones de la comunidad. Por uno mismo. Y, si fuera necesario, reparar el daño que hayamos causado.
Ese tipo de autonomía, madura, moderna, no llega fácilmente. Madurar no es fácil. Mantener cierto sentido de autonomía en la comunidad, es como luchar constantemente con la gente, con Dios y, sobre todo, con uno mismo.
Y aunque ganes, quedarás medio rengueando.
Wieteke van der Molen, de los Países Bajos, disertó el viernes de noche, 24 julio de 2015, en la 16ª Asamblea. Está a cargo de la pastoral de una pequeña congregación rural menonita al norte de Ámsterdam, y le encanta leer y contar historias.
Comentarios